Corría el año 1775 cuando el procurador veneciano Andrea Memmo, con un proyecto visionario, saneó la zona del Prato della Valle abriéndola a actividades lúdicas y comerciales. Esta plaza, que la mayoría considera la segunda mayor de Europa, puede situarse en cambio en el primer puesto por belleza y variedad de uso: 88.620 metros cuadrados de puro espectáculo.
Desde entonces, el Prato ha adquirido una función polivalente: lugar de encuentro, espacio deportivo (aquí se celebraban carreras de carros y, en la época actual, competiciones de patinaje de velocidad, con decenas de récords mundiales batidos en el circuito, y de ciclismo), pero también un enclave para conciertos de música y para los apreciados fuegos artificiales del día de la Asunción y Nochevieja; hasta transformarse los sábados en un espacio muy atractivo, gracias a un mercado de enormes proporciones y un público de lo más variado.
El tercer domingo del mes, entre las 78 estatuas aparece un mercadillo especializado en objetos singulares de todo tipo.
El mercado y el mercadillo realzan una ubicación fantástica: no se trata de una frenética carrera de compras, sino de un paseo sin prisas, aunque solo sea para comprar calcetines nuevos después de haber prolongado la vida de los viejos a base de zurcir y remendar. Acompañados de pinceladas de poesía por parte de los vendedores, que lo dan todo en su intento por convencer a los clientes.
Todas las clases sociales consuman el rito preestablecido de comprar alguna cosa, seducidas (en realidad hoy en menor medida que antes, debido a una “paduanidad” disminuida) por el “Signora bea, ecco il prodoto par ti” (¡Señora, tengo el producto perfecto para usted!), en una simpática combinación de italiano y dialecto familiar.
Cae la tarde, o casi, y los puestos se desmontan con pericia, pero es como si fuera siempre la primera vez.