En el mundo antiguo, el pueblo de los vénetos, asentado en las remotas regiones del Alto Adriático, era famoso por la cría de caballos de carreras. Ya el poeta Hesíodo, en época arcaica, conocía los caballos de los vénetos y celebró su belleza. Algunas generaciones más tarde, en la segunda mitad del siglo VII a. C., los caballos vénetos aparecen de nuevo en los versos del poeta griego Alcmán como célebres corceles de carreras.
En plena época clásica encontramos testimonios del valor de los caballos vénetos en los versos de Eurípides, que en su Hipólito recuerda cómo el protagonista del drama suele guiar a su “pareja de caballos vénetos”, así como en una inscripción que rememora la victoria de León de Esparta en unas Olimpiadas con sus caballos vénetos. Episodio que las fuentes datan en la 85a Olimpiada, es decir, en el 440 a. C., informándonos también de que León fue el primero en obtener una victoria con caballos vénetos.
Se trata de los mismos caballos de carreras que, cincuenta años más tarde, se harán famosos en todo el mundo griego por la importación que lleva a cabo Dionisio el Grande, señor de Siracusa, que los destina a la cría de su propia cuadra de corceles para las competiciones hípicas. Así lo refleja explícitamente Estrabón en su gran obra de geografía histórica. La cría de caballos de carreras debía otorgar tanto prestigio al propietario como las actuales escuderías de automóviles diseñados para las competiciones deportivas (en italiano, “scuderia” significa también cuadra).
La importancia del caballo para los vénetos no pasa desapercibida para quien visita las salas del Museo Arqueológico de la ciudad. Las sepulturas de caballos solos y de caballos enterrados con su palafrenero nos hablan de un ritual funerario específico para los animales. Centenares de estatuillas de bronce con forma de caballo, procedentes de muchas zonas sagradas de la ciudad o del territorio limítrofe, demuestran la sacralidad del animal, que mantendría una posición de relieve en la cultura romana posterior.